La
ventana, mi ventana.
Pensar en ella, para mí, es sinónimo de comunicación. Si la abro: veo, oigo,
huelo; si la cierro, interiorizo.
Abro mi ventana. Miro hacia la pequeña calle que está a
sus pies y las casas de alrededor. La vecina del segundo piso está colgando la
ropa y me saluda, la del tercero sacude sus alfombras: no nos conocemos. Las
demás ventanas permanecen cerradas y con las persianas bajadas.
La calle ahora es un río de adolescentes
que van a clase con sus carros de libros, y, dentro de una hora, otra marea de
madres jóvenes o de abuelos acompañará a los hijos o a los nietos y nietas al
jardín. Bastantes son hermosas saharauis con sus túnicas y sus velos que llevan
de la mano a un niño de ojos negros mientras con la otra mano empujan un
cochecito donde va otra criatura. A veces los niños miran hacia arriba y nos
saludamos.
Los árboles del pequeño jardín cercano ya
empiezan a echar brotes, menos el laurel que siempre está verde y que ahora
tiene flores amarillas que hacen las delicias de múltiples pajarillos
cantarines.
En las noches de luna llena puedo ver a la
luna pasar por el pequeño rincón de cielo
que se ve entre las casas. De día también al sol que se asoma por el
mismo rincón. No soy como el prisionero del romance que no sabía cuándo era de
día o cuándo de noche sino por una avecilla que “le cantaba al albor”.
A veces, a través de la ventana abierta, llega el olor de la
madreselva. Me costó trabajo saber de dónde procedía, pera ahora ya lo
averigüé: acompaña y perfuma a los arbustos de una orilla de la carretera
general.
Hay otros sonidos y olores que se vinculan
con la vida ciudadana: los barrenderos con sus carros, el camión de las
patatas, el de los huevos, el chatarrero y, alguna vez, una ambulancia. Todos
ellos nos convocan y a veces nos reúnen a varios vecinos.
La
ventana abierta me hace
viajar en el tiempo a un momento de mi vida de profesora joven cuando un
adolescente de 15 años me preguntó: -“pero tú, ¿has visto a Dios?” - y yo le
canté una pequeña estrofa que luego quiso aprender él mismo:
“Cada mañana, veo tu rostro,
Señor, cada mañana, por mi ventana.
Cada mañana, oigo que suena
tu voz, cada mañana, y que me llamas.
-“¿La cara de Dios?, ¿su voz?”-, siguió el
adolescente. Y recuerdo que le dije algo así: “cuando veo a las personas,
cuando miro esta hermosa naturaleza con sus plantas, sus pájaros, sus
innumerables y coloridas mariposas; cuando te miro a ti, veo el rostro de Dios.
Y cuando te ríes, cuando cantas, cuando lloras… oigo su voz”.
No sé si le convencí pero insistió en
querer aprender la canción.
Ya no hay sonidos, no hay olores pero sí la
luz del sol que ilumina el espacio en el que estoy, mi mesa de trabajo, el
libro que leo.
Es el momento de la reflexión, de la
lectura, de la oración, de los sueños. Desfilan por mi mente y mi corazón, como
en una película, las personas del día, los momentos vividos, los héroes o las
heroínas de mis lecturas o los personajes de carne y hueso unamunianos. A veces
quisiera ser alguno de ellos y “desfacer entuertos” como Don Quijote, pero
otras veces, y en este momento, las más, las lecturas de periódicos o los
informativos me llenan de tristeza y preocupación y desearía abrir mi ventana a todos los refugiados
y a los pobres de la tierra, para que pudieran entrar en una casa inmensa que
haría para ellos.
María Dolores Lezama